Romper los encantamientos es el mayor acto de amor propio. No se trata solamente de confrontar la realidad, sino de aceptarla y entender que abrazar la verdad es la única manera de recuperarte. Abrí los ojos de pronto, después de muchos años de noviazgo y matrimonio, el día en que mi marido, quien supuestamente me amaba, se llevó a escondidas a mi hijo mayor durante la pandemia. Ya no los quise cerrar, preferí buscar más allá de los engaños: ¡comencé a hablar, escribir y denunciar!
Escribí la historia de mi matrimonio, año por año. Describí los hechos sin justificarlos y encontré los patrones de violencia: vi claramente cuántas veces creí la historia de que todo era mi culpa, esos largos años en los que intenté “salvar románticamente mi relación”.
Al final comprendí la realidad: estuve viviendo un abuso… hoy tengo paz.
Me di cuenta de que fui pasajera de la montaña rusa durante los 14 años de matrimonio: subidas y bajadas, mucho estrés, culpa, demasiado amor violento, donde a mayor vulnerabilidad, más frecuentes eran los abusos; por ejemplo, durante mis cuatro embarazos, cuando me trataba peor. Durante el último, estuve sometida a la humillación constante, incluso decidió no ir al hospital el día del parto, bajo el pretexto de que todos sus videntes coincidían en que ese hijo no era suyo.
Durante la primera mitad del matrimonio, él se dedicó a señalar que yo no le daba toda la atención debida porque la enfermedad de mi padre, supuestamente, no me lo permitía. Lo contradictorio era que también me culpaba de no ser “buena hija” y, por esa razón, él no podía confiar en mi “respeto hacia los hombres”; es decir, hacia él.
Me pidió que no trabajara para no afectar su imagen de hombre capaz de proveer a su familia: “Yo me encargaré de ti y te cuidaré”. Esta era la magia para que yo no tuviera acceso a ningún recurso ni cuenta bancaria. Siempre obediente y cooperadora, acepté este “romance” con el que se sostiene la violencia económica: “¿Cuándo te ha hecho falta algo? “¡Desconfías de mí y piensas dejarme, no me respetas!”. Lo repitió tanto que lo creí.
Ahora, ya que escribí la historia detalladamente, puedo hacer una síntesis: me dediqué a mis hijos y a apoyar a mi marido. Primero, en su carrera política; después, en limpiar su carrera política y a estudiar en el extranjero, abrir una consultoría, establecer la sede en España ―así que de nuevo a mudarnos. El vidente le dijo que tenía que cumplir su deber en su país… otra vez a vivir en México.
Compró terrenos, viajaba innumerables ocasiones, mandó hacer estudios de mercado para distintos negocios, contrató especialistas―aprendí hasta de plantaciones de coco. Todo era tan interesante y estresante, que hasta parecía real; pero no, se trataba de ideas construidas con muchos recursos: hablaba de inversiones en grandes proyectos y después culpaba del fracaso al socio en turno. Nada se concretaba ni tenía éxito. No me daba cuenta porque teníamos lo suficiente, nunca había un riesgo económico que implicara ajustes en los gastos de la familia, los cuales cubría con recursos que su familia le había proporcionado.
Los últimos ocho años me sumergió en un círculo interminable de amenazas constantes de divorcio. Yo creía que debía hacer todo para salvar mi matrimonio porque así lo había aprendido y, además, bajo el enfoque terapéutico del cual él y su familia “son” especialistas, la mujer es quien “inicia la paz”; es decir, si había conflicto era mi culpa, aun cuando yo no era la que exigía el divorcio de pronto, bajo cualquier pretexto.
Me culpé una y otra vez. Consulté terapeutas pagados por él, que trabajaban para él y le informaban. El discurso estaba implantado: el problema era yo y mis lealtades con mis hermanas y mi madre, supuestamente influía que ellas estaban divorciadas. Ninguno cuestionó jamás el comportamiento de él. Además, fui víctima de violencia física disfrazada de procedimientos pseudo-psicológicos que, supuestamente, eran prácticas benéficas para mí y, sobre todo, para mis hijos.
Después de su reacción negativa durante mi último embarazo y entre las amenazas de divorcio, empecé a tomar clases para ser instructora de yoga, mientras él también se interesó en ser profesor y más adelante organizaría él mismo una formación privada. Su familia comenzó a solicitarme para hacer meditaciones y clases privadas; esto provocó crecer aun más sus celos; en cuanto pudo, evitó que continuara en los sitios donde daba clases y me amenazó: él era el único que podía organizar eventos y enseñar yoga.
Me di cuenta cuando comencé a esconderle que alguien se interesaba en mis clases: temía su enojo.Mantuve la calma, dejé de seguir su ritmo estresante e impulsivo,de decisiones arrebatadas. Comencé a identificar mis emociones, a probar no sentirme culpable, es decir, a tratarme con cariño, a dejar de justificar sus actitudes.Y de ahí, poco a poquito, tomé fuerza para ver la verdad. Hasta que, tras su última amenaza de divorcio, decidió llevarse a mi hijo mayor, mi chiquito de once años.
Me di cuenta cuando comencé a poner atención en cómo hablaban mis tres hijos y mi hija, cuando la pared se llenó de dibujos de los niños, noté la represión que vivían. “¿Ya le pediste permiso a mi papá?”, decían cuando los invitaba a tomar un helado. Yo había sido nulificada ante ellos porque así avanza la violencia: poco a poquito. Así el miedo fue creciendo en mis hijos.
Me di cuenta cuando pude volver a hablar y entendí que había dejado de hacerlo porque temía que no me creyeran. Inicié el camino cuando fui a denunciar. A partir de ahí nada fue igual: estaba lista para descubrir la verdad, como balde de agua helada.
Me di cuenta cuando mi abogada me hizo una serie de preguntas y me asusté de escucharme dar las respuestas: ¿cómo es que no tengo documentación de mis propios hijos?, ¿cómo acepté que me prohibiera trabajar?
Cuando mi nueva terapeuta, una profesionista responsable, me pidió describir minuciosamente los abusos que había identificado, fue como si un rompecabezas de mil piezas se uniera en un segundo. Todo se hizo claro ante mí.
Entonces me di cuenta de que viví, no durante un par de años, sino los 14 de matrimonio, varios tipos de violencia.Pensé: “¡¡¡¡14 años!!!! ¿¡dónde estuviste, Almendra!?”. Mi patrón de culparme y el abuso salieron a la luz. Presté atención a lo que me decía cada vez que encontraba otra pieza de verdad y supe que podía romper ese patrón y comenzar a hablarme bonito.
Y es que la violencia no es únicamente como la sociedad nos enseña a imaginarla: golpes, moretones, huesos rotos, muerte. Pensaba que quien la ejercía tenía cierto tipo de apariencia física; vamos, creí que sería muy fácil para mí reconocerla… pero no fue así.
Cuando agradezco a Dios por estar viva, no titubeo. Cada vez aumentaba más la espiral y no me daba cuenta. Crecía despacito, cada vez que justificaba un acto de violencia e iba dejando de ser yo misma.
Me di cuenta porque mi sueño se convirtió en pesadilla: quieres salir huyendo y no puedes, te quedas sin voz, te inmoviliza.Fue igual: intentaba defenderme, seguir con la vida a la que mis hijos estaban acostumbrados, pero no podía. Entendí que nunca tuve nada mientras estuve casada porque no tenía libertad para ser yo misma.
El shock de aceptar que amabas a alguien, que confiabas en él, dormías con él, te sentías especial y afortunada porque te había elegido para ser su esposa… Se necesitan agallas para desmantelar las apariencias y salir de la ilusión.
La violencia crece, en mi caso y el de muchas más, porque hay un sistema tan minuciosamente construido que te lleva a enloquecer. La realidad que se construye a tu alrededor es un acto maestro de magia, una apariencia color Disneyland. Dejar de normalizar la violencia, las conductas escondidas, hablar de violencia con amor y verdad, permiten romper el hechizo de la magia y el baile del amor violento-romántico para poder volver a ser tú misma.
Despertar, hablar, describir, denunciar, escribir y meditar. Así me di cuenta.
Almendra Moreno
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